allí
miraba
a
las
gaviotas
posadas
en
sus
aguas,
mientras
pasaban
las
barcas
de
los
pescadores
de
la
noche
con
el
arte
de
la
cuchara
en
alto.
Pero
mi
casa
tenía
otro
balcón
a
la
calle
Larga
frente
a
Santana,
y
a
él
me
asomaba
para
contemplar
ahora
el
raudo
volar
de
las
golondrinas
que
anidaban
en
los
aleros
del
tejado
de
la
Iglesia]
Pasaban
tan
cerca
de
mí
que
casi
podía
tocarlas
con
las
manos.
Al
toque
de
Animad
la
gente
se
paraba
mientras
se
santiguaba
y
el
cielo
se
iba
tiñendo
lentamente.
Volvían
los
hombres
del
trabajo,
despacio,
sin
prisa,
cansados.
De
pronto
se
encendía
la
luz
y
era
cuando
me
daba
cuenta
que
ya
era
de
noche.
Se
habían
callado
las
golondrinas
que
volvían
presurosas
a
sus
nidos,
y
de
vez
en
cuando
pasaba
alguna
rezagada
y
en
silencio.
El
farolero
con
su
larga
pértiga
había
aparecido
en
la
esquina
de
la
calle,
para
encender
la
luminaria
de
gas
que
allí
había.
Junto
a
la
luz
eléctrica
todavía
quedaba
el
alumbrado de gas en Triana.
El
aroma
de
los
jazmines
se
hacía
cada
vez
más
penetrante
y
yo
sentía
como
me
envolvía
algo
puro
y
transparente.
Poco
a
poco
se
iban
formando
tertulias
a
las
puertas
de
las
viviendas,
a
medida
que
sus
vecinos
sacaban
sillas
y
mecedoras
para
gozar
del
fresco
de
la
noche.
El
rumor
de
las
conversaciones
se
esparcía
a
lo
largo
de
la
calle
como
algo
místico,
como
las
notas
de
un
melodio
dentro
del
templo.
Mien
tras
las
mujeres
chismorreaban
sobre
las
incidencias
del
día
y
los
hombres
dormita
ban,
los
jóvenes paseaban arriba y abajo de la calle su mundo de ideales e ilusiones.
Esto
era
cuando
los
vecinos
ocupaban
las
calles.
—Cuando
las
calles
eran
suyas
y
no
del
maquinismo—.
Cuando
se
vivía
más
en
la
calle
que
en
la
propia
casa.
—Cuando
las
calles
eran
reflejo
de
sus
vecinos
y
no
entes
abstractos
o
muertos—.
Cuando
los
niños
jugaban
en
las
puertas
de
sus
casas
y
las
calles
eran
recintos
de
afanes
infantiles. Cuando casas y calles eran una sola.
Cuando
me
abandonaron
los
recuerdos
yo
ya
sabía
porque
no
era
casual
que
esta
casa
apareciera
así.
Ya
sabía
lo
que
querían
decir
esas
colchas
colgadas
de
la
baranda.
Lo
más
rico,
lo
más
preciado
de
cada
casa;
aquello
que
era
de
mi
madre
o
de
mi
abuela,
bajo
la
que
se
engendraron
mis
hijos,
el
mayor
tesoro
que
tengo,
es
el
presente
que
hoy
rindo
a
la
identidad
de
mi
solar.
No
con
palabras,
ni
con
senti
-
mentalismo
ni
con
sensiblerías,
ni
con
alboroto,
sino
a
través
de
ese
maravilloso
men
-
saje de la luz y el color.
Triana del Recuerdo