finalmente un decidido grupo de vecinos optó por llevarla a la Casa de Socorro. En aquellos momentos apareció mi tía toda alterada, con el cabello revuelto y una fuerte alferecía, hubo que darle agua de azahar para calmarla. Desde la peluquería de "Eduardo" en la calle Rioja había tenido que llegar hasta casa entre disparos, amenazas y detenciones. Mucha gente que le cogió en la calle, hubo de sufrir el mismo problema. La noche iba cayendo y permanecíamos sin saber nada de lo que ocurría afuera. A   hurtadillas   de   mi   familia   entreabrí   el   balcón   que   daba   a   la   calle   Pureza   y   medio tirado   en   el   suelo   y   asomando   la   cabeza   por   entre   los   barrotes,   pude   observar   un gran   fuego   en   mitad   del   pavimento,   y   a   la   altura   de   la   panadería   de   Ruiz;   habían amontonado   muebles   y   enseres   y   les   habían   prendido   fuego.   Veía   las   siluetas   de los hombres recortados por las llamas, y su ir y venir llevando objetos a la hoguera. Sentí   cómo   me   llegaba   el   olor   y   el   sabor   acre   del   humo   y   me   extrañó   que   así fuera,   dada   la   distancia   que   me   separaba   de   aquella   hoguera;   pero   no,   no   era   de aquel   fuego;   ahora   estaban   quemando   la   Iglesia.   Vi   cómo   una   columna   de   humo subía por encima y al fondo del edificio y cómo se esparcía hasta llegar al balcón. Mi madre que se había dado cuenta de dónde estaba, vino precipitadamente para retirarme de allí, y de paso me dio algunos sopapos. Varios hombres armados habían subido para preguntar quién estaba disparando desde allí, y también los vi subir a la casa de enfrente, de esquina a la calle Bernardo Guerra, para hacer las mismas preguntas en el mismo instante en que una bala le había rasgado el brazo al vecino que la ocupaba. Oigo las increpaciones de la esposa y cómo les echaba en cara la falsedad de la situación. Cuando amaneció el nuevo día, todo seguía igual, como igual era la confusión de noticias. La mañana discurrió sin pena, ni gloria, pero la situación permanecía. Apenas   pasado   el   medio-día,   se   escuchó   de   improviso   el   tronar   de   un   cañón   en dirección   al   Paseo   de   Colón.   Nos   quedamos   todos   como   petrificados   y   mi   abuela susurró   entre   labios,   mientras   se   santiguaba   -   ¡la   artillería!   -   y   la   palabra   adquirió dimensiones   infinitas   en   el   pequeño   espacio,   mientras   un   escalofrío   recorrió   todo mi   cuerpo.   Al   segundo   o   tercer   cañonazo,   no   me   acuerdo   muy   bien,   el   proyectil   se estrelló contra la azotea de mi casa, y sobre nuestras cabezas se abrió de súbito
Triana del Recuerdo