un gran boquete, mientras el sol rompía a raudales la penumbra en que nos encontrábamos. Gritos, llantos de las mujeres, confusión del momento, hasta que finalmente corrimos todos al hueco de la escalera. A una de mis tías le había caído encima parte de los escombros y hubo que atenderla de un fuerte ataque de histeria, recurriendo una vez más al agua de azahar. Mi abuela entretanto, más tranquila, había preparado una mariposa de aceite y se la encendió a Santa Bárbara bendita, y yo sentí en ese momento un gran consuelo y una gran simpatía por aquella Santa porque pensaba que la llamita que oscilaba levemente sobre el plato, y la estampa, eran ya una segura protección contra el bombardeo. La batería de cañones situada en el Paseo de Colón, siguió durante buen rato, dirigiendo su fuego preferentemente contra la calle Betis, donde se encontraban varios centros comunistas. Muchas casas sufrieron sus efectos y los vecinos tuvieron que refugiarse al fondo de las mismas. A veces se erraba el tiro y en una ocasión vi a través de los cristales del balcón como desaparecía un trozo de una de las pilastras de Santana. Callaron los cañones y todos sentimos un gran alivio. Prosiguió   la   situación   igual   que   el   día   anterior,   y   no   nos   faltaron   los   alimentos gracias   a   que   en   la   planta   baja   de   la   casa   existía   una   tienda   de   comestibles   con una ventanilla que daba al zaguán, y este suceso nos resolvió la situación. A la mañana siguiente comenzaron a llegar noticias muy contradictorias de que los rojos habían perdido la partida, y que eran los azules los que se habían hecho dueños de la situación. Aquella mañana la gente comenzó a salir a la calle, y por fin pude asomarme libremente al balcón de la calle Larga, desde donde escuché los comentarios que se hacían por los numerosos corros que se habían formado a lo largo de ella. Y así puede enterarme de que los rojos habían matado a Mensaque y al cuñado, de cómo la quema de muebles había sido en la misma panadería de Ruiz y de cómo unos cuantos exaltados fueron los que le prendieron fuego a la iglesia por la puerta de la Plazuela. A la par que D. Faustino el coadjutor salió en mangas de camisa a increparles por lo que estaban haciendo y consiguió de aquellos hombres que le ayudaran a apagarlo. Total, no había pasado nada, pero el altar de plata, orgullo de la Parroquia y del Barrio, que se sobreponía al Altar Mayor en las grandes celebraciones y que se encontraba almacenado tras aquella
Triana del Recuerdo